domingo, 26 de agosto de 2012

De puntita ..... nada mas


Hace unos años, cuando yo era una chica perdida (una de esas que, como decía el cómico, son
siempre las más buscadas), solicitó mis servicios de compañía un hombre que se hizo llamar Alberto.
Llegué a la cita como acostumbraba, cinco minutos antes, pubis bien recortado, las bragas de blonda de
La Perla y mi mejor sonrisa. Confieso que la apariencia de Alberto me decepcionó un poco. Aunque no
debía de alcanzar la cincuentena, tenía un aspecto envejecido y un tanto descuidado, un vientre
prominente, una barba que había crecido sin muchas atenciones y unos ojos más cerrados que abiertos.



Después de saludarme sin mucha efusión (parecía que lo había despertado de un largo sopor), dirigió su mano hacia una mesita que hacía las veces de recibidor y, de un cajoncito medio descolgado, extrajo una cartera de bolsillo. Sacó unos billetes y me los alargó preguntándome si era eso lo convenido. Afirmé con un «sí» muy francés y le pedí permiso para llamar a la agencia. Movió las manos hacia arriba como diciendo que adelante, que eso tampoco le importaba demasiado. Cuando hube confirmado a la agencia que todo estaba correcto, le pregunté mirándole directamente a sus ojos entornados qué le apetecía hacer.
Esta pregunta solía tener un efecto estimulador en los clientes, normalmente les encendía los ojos como
cuando al niño le das la piruleta que lleva un tiempo mirando desde el escaparate. Alberto no varió su aire cansino. 
Me informó que la película había empezado hacía apenas diez minutos y que por el tiempo que
había contratado conmigo, quizá pudiéramos acabarla de ver. Me inquieté extraordinariamente. Nos
sentamos sobre un viejo chester de color bermellón frente a un televisor de no más de catorce pulgadas y vimos la película entera. Era una obra de Alain Resnais, Hiroshima mon amour, en versión francesa
original subtitulada en castellano. Es algo muy infrecuente el que un cliente solicitara tus servicios para
luego no mantener relaciones sexuales. En los meses que ejercí esa actividad, sólo me ocurrió dos veces y en ambas ocasiones se mezclaba el sentimiento de satisfacción por obtener unos ingresos sin grandes esfuerzos con la preocupación de si lo que había sucedido era porque no había sido capaz de seducir al cliente. 
Durante la emisión de la película, le hice tres o cuatro comentarios a Alberto a los que él apenas
respondió con un monosílabo. La hora contratada se cumplió faltando unos diez minutos para el final de
la película. Sin embargo, mantuve la vista fija en aquel pequeño receptor encastrado en un muro infinito
de libros. 
Cuando surgieron los créditos sobre las imágenes, Alberto se levantó y me dio las gracias. Fue
la única vez en la velada en que me atreví a hablarle con franqueza. Le pregunté directamente por qué no
había mantenido relaciones sexuales conmigo. Me miró como sin querer, como pidiéndole perdón por
algo a alguien y me dijo: «Hija… el sexo no existe».
En aquel momento, pensé que quizá se refería a que padecía alguna disfunción que le impedía
mantener relaciones sexuales, a que estaba desencantado del sexo o que era simplemente un excéntrico.
Sin embargo, no sé si fue su vista siempre entornada como una puerta mal cerrada, el alud de libros que
amenazaba con caer sobre nosotros cada vez que Emmanuelle Riva susurraba el texto de Duras o el cómo se rascaba metódicamente la rodilla izquierda, pero algo me decía que aquella afirmación contenía en sí misma algo muy poderoso, siniestro y salvajemente cierto que yo, en aquel momento, no llegaba a
alcanzar. Distraje mi atención enseguida, la noche no había hecho nada más que empezar y una pareja me esperaba en un lujoso piso de la zona alta de Barcelona. A Alberto no volví a verlo. No volvió a llamar a la agencia.
Aproximadamente cuatro años después, hacía el amor apasionadamente (y pocas veces este
adverbio ha tenido tanto sentido) sobre otro chester, esta vez ocre, con Jorge. Llevábamos horas o quizá días, o quizá varias vidas, confundiéndonos el uno con el otro, perdiéndonos y volviéndonos a encontrar.
Cuando Jorge bajó las escaleras de su estudio, esquivando pilas de libros y cosas, miles de cosas, para
traer unas magdalenas que nos repusieran un poco, se me ocurrió preguntarle si lo que habíamos hecho e íbamos a seguir haciendo era sexo. Giró la cabeza y su pelo largo y lacio le tapó un ojo.

Link: http://basalo40.com/resources/LIBROS-Antimanual+de+sexo+-+VAL$C3$89RIE+TASSO.pdf